Páginas de Criminal Descubierto

Albert DeSalvo: "El Estrangulador de Boston"

Albert DeSalvo

“No era tan siniestro y espantoso como parece. Me divertí muchísimo. Matar a una persona es una experiencia extraña”.
Declaraciones de Albert DeSalvo

Albert Henry DeSalvo nació el 3 de septiembre de 1931 en Boston, Massachusetts (Estados Unidos). Era el tercero de los seis hijos de Frank DeSalvo, peón y fontanero, y de Charlotte, hija de un oficial del Departamento de Bomberos de Boston. Frank era un alcohólico que maltrataba a su mujer y a sus hijos. La familia fue siempre pobre. El padre hizo muy poco por mantenerlos. Durante toda la infancia de Albert, estuvieron acogidos en las listas de beneficencia. Cuando no estaba maltratando a sus hijos, Frank DeSalvo les enseñaba a robar.



Albert sólo tenía cinco años la primera vez que su padre lo llevó a una tienda para enseñarle qué robar y cómo hacerlo. El niño progresó rápido. Pasó de pequeños hurtos en tiendas a robos, y de éstos al allanamiento de morada. Fue atrapado y pasó un tiempo en un reformatorio.

La Correccional de Menores

Cuando Albert tenía siete años, presenció cómo su padre le rompía a golpes los dientes a su madre y luego le doblaba los dedos de las manos hacia atrás, uno a uno, hasta rompérselos. La experiencia más traumática de su infancia, tanto que nunca fue capaz de hablar de ello, fue que lo vendieran como esclavo. Su padre lo entregó junto con sus dos hermanas a un granjero de Maine por un total de $9.00 dólares. Los niños estuvieron cautivos allí varios meses, sometidos a maltratos, golpes, abuso sexual y trabajos forzados.

El joven Albert DeSalvo
Durante toda su infancia, Albert se escapaba para huir de la violencia de su padre.



Dormía en los muelles de madera del este de Boston, el escondite favorito de los jóvenes fugitivos de la ciudad.

El sexo estaba siempre presente en el abarrotado apartamento de Chelsea (un suburbio de la clase trabajadora de Boston) en el que Albert creció, debido a las “clases” que solía impartirle su padre, quien violaba a su madre delante de él y después también a sus hermanas.

Frank DeSalvo abandonó su hogar en 1937 y no hizo más esfuerzos por mantener a su familia. Charlotte, su esposa, acabó divorciándose de él en 1944, casándose otra vez un año después.

DeSalvo se alistó en el ejército el 16 de septiembre de 1948 y fue destinado al extranjero en 1949, a las fuerzas de ocupación de Alemania durante cinco años. Aunque lo sometieron a un Consejo de Guerra en 1950 por negarse a obedecer una orden, tuvo, en general, un buen expediente.

Disalvo  besando a su esposa
Al igual que en el colegio, se mostró muy servicial con las personalidades autoritarias, recordando que tenían “el uniforme más bonito, mejores plazas de aparcamiento. Fui ordenanza de coronel veintisiete veces”.

En Alemania DeSalvo descubrió que tenía aptitudes para boxear y se convirtió en campeón de peso medio del Ejército en Europa. Cuando no estaba de servicio continuaba con sus “aventuras”.

En Frankfurt conoció a Irmgard, una joven atractiva hija de una familia católica de clase media, e inmediatamente contrajeron matrimonio. Su vida cambió cuando se casó y se dedicó por completo a su mujer. Fue ella quien le propuso dejar el Ejército y él lo hizo por complacerla. Volvió a Estados Unidos con ella en 1954.

Poco después fue destinado a Fort Dix, donde nació su hija Judy en 1955. DeSalvo dejó el ejército en 1956 con un honorable licenciamiento, gracias a que no se llevó a cabo una denuncia por abuso sexual sobre una niña de nueve años a quien DeSalvo besó y tocó.

Durante su matrimonio, DeSalvo siempre intentó no parecerse a su padre borracho y tirano. Moderado en todo, menos en su enfermiza lascivia, siempre le gustó pasar mucho tiempo en casa con su mujer y los niños. Era dócil y servicial con su esposa Irmgard, se dirigía a ella como su superior social.

Siempre estuvo orgulloso del pasado de su mujer como miembro de una familia alemana, moral y de clase media. Pero los implacables deseos sexuales de Albert hastiaron a Irmgard; ella empezó a rechazarlo, especialmente a partir d
el nacimiento de su hija Judy, quien nació con la cadera deforme.

Albert DeSalvo hablando por teléfono
Albert sentía que de alguna forma su mujer lo culpaba por ello. Desde de los dos años, Judy tuvo que utilizar aparatos ortopédicos que DeSalvo decoraba con grandes lazos de colores, para que la niña no se entristeciera.

Volvió a Chelsea. Su hijo Michael nació poco después en Malden, un suburbio de Boston. Aunque tenía un trabajo y un hogar, cuando se encontraba sin dinero Albert volvía a robar en alguna casa. En 1958 fue arrestado dos veces y en ambas ocasiones obtuvo una sentencia en suspenso.
Una noche, a finales de los años cincuenta, DeSalvo vio en un show televisivo de Bob Cummings a un fotógrafo que hacía pruebas a las chicas para convertirlas en modelos, para lo cual tenía que tomar sus medidas. Esto impresionó a Albert y pensó que sería una buena excusa para acercarse a chicas jóvenes.

Albert DeSalvo con su familia

Empezó a recorrer las zonas estudiantiles de Boston buscando apartamentos compartidos por jovencitas.

Se las ingeniaba para entrar diciendo que era representante de una agencia de modelos. Algunas veces sus halagos y encantos le permitieron seducir a algunas.

A otras sólo les tomaba las medidas, prometiendo que un ejecutivo de la agencia vendría para contratarlas.

Albert DeSalvo y su hijo Michael
Nunca las atacó y las únicas quejas que recibió la policía estaban motivadas porque la prometida visita no se producía.

DeSalvo fue arrestado en 1961 tras actuar sospechosamente en Cambridge, Massachusetts. Fue acusado de allanamiento de morada con agravantes, además de “conducta lujuriosa”. Pasó once meses en prisión y fue puesto en libertad en 1962. A estos eventos se les conoció como “Los crímenes de El Medidor”.

 El jueves 14 de junio de 1962, unos minutos antes de las 19:00 horas, Juris Slesers aparcó su coche en el número 77 de Gainsborough Street, una casa de ladrillo rojo situada en la zona de Rack Bay, en Boston.

Salió del coche, subió hasta el tercer piso y llamó a la puerta del apartamento 3F, donde vivía su madre, Anna Slesers.
No hubo respuesta. Volvió a llamar más fuerte.

Su madre amaba la música, tal vez tenía puesta la radio o el tocadiscos a un volumen tan alto que no podía oírle.
Seguía sin haber respuesta. Juris, perplejo, volvió a llamar a la puerta. Habían quedado y le estaba esperando. Alrededor de las 19:30, Juris estaba convencido de que algo raro pasaba.
Tal vez se había puesto enferma, había sufrido un colapso y era incapaz de pedir ayuda.
Anna Slesers

A las 19:45 Juris echó la puerta abajo. Al entrar, tropezó con una silla colocada en medio del hall. Se dirigió a la habitación y encontró los cajones del aparador completamente abiertos.

No viendo ninguna señal de su madre, Juris se dirigió a la cocina y el baño, pasando por el hall de entrada. Encontró a su madre tumbada de espaldas, en el suelo de la cocina.
Las piernas parecían haber sido forzadas. Las tenía abiertas, y la derecha doblada por la rodilla.
La bata estaba tirada en la entrada y ella aparecía completamente desnuda.
El cinturón azul de la bata, anudado torpemente, oprimía el cuello con un lazo.

Anna Slesers (Nota Revista)
Viendo que su madre probablemente estaba muerta, Juris llamó a la policía. Llegaron cuatro minutos más tarde. Poco después de las 20:00 horas, el agente especial James Mellan y el sargento John Driscoll, de la sección de homicidios, aparecían en el lugar de los hechos. Juris, visiblemente afectado, explicó que tal vez su madre estaba deprimida y se había suicidado.

La impresión del inspector Mellan, tras echar un vistazo a la habitación, era diferente.

La bañera, próxima al cuerpo, estaba a medio llenar, como si Anna Slesers se dispusiera a tomar un baño.

Esta y otras pistas apuntaban a la explicación, más probable, de que hubiera sido asaltada por alguien que después la asesinó.

Había también algo más. La policía quedó impresionada por la pulcritud del hall y del salón. Sin embargo, en la cocina encontraron una papelera con papeles esparcidos a su alrededor.

 Los cajones del aparador estaban abiertos y su contenido desordenado. Las sospechas de Mellan pronto se confirmaron.
El edificio donde vivía Anna Slesers

La autopsia reveló que Anna Slesers había sufrido contusiones en la cabeza provocadas por una caída o un golpe, pero que, sin ninguna duda, había sido estrangulada.
Aunque no había pruebas de violación, sí había sufrido un ataque sexual.

De momento, la opinión general mantenida por la policía era que un intruso había penetrado en el departamento con intención de robar. Se topó con la mujer, medio desnuda para tomar su baño, y la atacó preso de un deseo incontrolable. Después la estranguló por miedo a ser identificado.
Sin embargo había dos detalles que no encajaban. El primero era la forma en que el intruso entró en el apartamento.

Albert DeSalvo con su familia
No había nada forzado, lo cual sólo dejaba la posibilidad de que Anna Slesers hubiera dejado entrar a su atacante. Pero se trataba de una mujer tímida y retraída que no había sido vista nunca en compañía de ningún hombre.
Parecía menos probable aún que abriera la puerta a un extraño, especialmente porque sólo iba vestida con la bata de baño y no llevaba la dentadura puesta.

 El segundo detalle que preocupaba a la policía era el móvil. El saqueo del departamento sugería que se trataba de un robo; sin embargo, un pequeño reloj de oro y otras piezas de joyería permanecían intactas. Lo más curioso era que el desorden parecía seguir algún método.
Era como si las posesiones de la víctima hubieran sido examinadas tranquilamente, en lugar de haber sido registradas frenética y fortuitamente.
 Pocos detalles del crimen se hicieron públicos, aunque, durante los días siguientes, fueron interrogadas en vano más de sesenta personas.
DeSalvo
Al principio parecía que el asesinato de Anna Slesers no pasaría de ser un crimen más en las estadísticas de Boston.

Pero el 30 de junio, tan sólo dos semanas después, el cuerpo de otra mujer de edad avanzada, Nina Nichols, de sesenta y ocho años, fue encontrado casi en idénticas circunstancias.

Había sido estrangulada con dos medias de nylon, otra vez anudadas con un lazo. La bata y la combinación estaban subidas hasta la cintura.
Yacía desnuda e indefensa. Como en el caso Slesers, el apartamento tenía, a primera vista, aspecto de haber sido registrado.

Los bolsos de Nina Nichols estaban forzados y abiertos, y su contenido esparcido por todas partes. Sus ropas, un álbum de fotos deshojado y otros objetos personales estaban también tirados.

De nuevo, había que descartar el robo como móvil, ya que una cámara fotográfica, valuada en no menos de $300.00 dólares, estaba intacta. Y de nuevo podía apreciarse el mismo y curioso orden en medio del caos.

Edward McNamara

No había indicios de haber forzado alguna entrada, tampoco característica alguna en la víctima que sirviera de pista. Viuda desde hacía muchos años, Nina Nichols era conocida por no tener ninguna compañía masculina.

La policía de Boston se enfrentaba a una situación en la que dos ancianas habían sido atacadas sexualmente y estranguladas, en menos de dos semanas.

El comisario de policía, Edward McNamara, recientemente destinado para supervisar los efectivos policiales de que disponía Boston, convocó una reunión con los jefes del departamento el lunes 2 de julio.


Mientras estaban reunidos llegaron noticias de un tercer estrangulamiento.
Helen Blake
Helen Blake, una enfermera retirada de sesenta y cinco años, fue encontrada en su apartamento del 73 de Newshall Street en Lyn, ciudad situada a varios kilómetros, al norte de Boston.

El crimen ocurrió bajo el mismo patrón. Fue descubierta en circunstancias muy parecidas a la de las dos primeras víctimas. Estaba casi desnuda y había sido estrangulada con una media de nylon.

Al igual que Ana Slesers y Nina Nichols, el asesino abusó de ella, pero no fue violada. También esta vez, el apartamento había sido registrado y su contenido esparcido por todas partes.

Helen Blake llevaba muerta unos días cuando fue encontrada. La autopsia reveló que había sido asesinada el 30 de junio, el mismo día que Nina Nichols, aunque la hora de la muerte no fue determinada.

El cadáver de Helen Blake
El cadáver de Helen Blake
El asesino había actuado dos veces en el mismo día. La forma y frecuencia con que los asesinatos se cometían era demasiado evidente como para ser ignorada.

La policía empezó a darse cuenta de que no estaba tratando con diferentes asesinos. Tuvieron que admitir que los asesinatos podrían ser obra de una sola persona.

Un asesino reincidente con tendencias sexuales anormales.

El sentimiento general podría resumirse en el comentario que hizo McNamara al enterarse de la muerte de Helen Blake: “Dios mío, tenemos un loco suelto”.

Helen Blake (Nota)
La noticia de la muerte de Helen Blake provocó una rápida reacción en McNamara.

La policía de Boston se movilizó para la mayor caza de un hombre que la ciudad había visto. Todos los permisos fueron cancelados y todos los detectives libres asignados al caso.

El grupo, con edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta años, fue seleccionado por psiquiatras que asesoraron a la policía.

En su opinión, el asesino era un hombre joven que sufría manía persecutoria y odio por su madre.

Se arrestó a varios sospechosos, se comprobaron los expedientes y la policía aconsejó a las mujeres que mantuvieran sus puertas cerradas y estuvieran alerta.

Un número de teléfono especial para casos de emergencia estaba en servicio las veinticuatro horas del día; este número fue publicado en todos los periódicos y repetido en todos los noticiarios de radio y televisión.

El psiquiatra detective

McNamara apeló a la prensa pidiéndoles que revelaran los mínimos detalles sobre el asesinato, tanto como les fuera posible.

El miedo al pánico en la ciudad estaba presente en esa sugerencia. Mientras tanto, el policía buscó ayuda en todos los distritos.


Jim Mellon

Cincuenta detectives escogidos cuidadosamente fueron seleccionados para asistir a un seminario impartido por un especialista en crímenes sexuales del FBI que había ofrecido su colaboración.

Entre ellos estaban el teniente detective Edward Sherry; el teniente John Donovan, jefe de la División de Homicidios de Boston; James Mellon y el detective Phil DiNatale, quien más tarde sería la espina dorsal de la policía en las investigaciones.

Inmediatamente después del seminario, fueron reasignados al caso con la esperanza de que sus recientes conocimientos les ayudarían en el seguimiento de las pistas todavía irreconocibles.





Transcurrió más de un mes sin que se recibieran informes de asesinatos parecidos.
Ida Irga
 Hasta el 21 de agosto, fecha en la que Ida Irga, una apacible y reservada mujer de setenta y cinco años, fue
encontrada estrangulada en su seguro apartamento situado en el número 7 de Grove Street, un edificio de cinco pisos en el West End de Boston.

Llevaba muerta alrededor de dos días.

El crimen tenía el mismo sello personal que los asesinatos anteriores pero con una macabra variación: el asesino dejó a su víctima sobre una almohada con las piernas abiertas, y los tobillos encajados en los huecos del respaldo de dos sillas.

El cuerpo fue colocado en lo que un periodista describió como “una grotesca parodia de la posición ginecológica”.

Había otro detalle más, algo que sólo podría definirse como un acto de desafío burlón. El cuerpo fue colocado de forma que fuera lo primero que viera quien entrara en la habitación.

En este caso, un niño de trece años, el hijo del portero de la casa.

 Estos detalles no fueron hechos públicos, en parte porque se consideraron demasiado impactantes como para publicarlos, pero fundamentalmente porque la policía quería ser la única, junto con el asesino, en conocer ciertos hechos.

De esta forma, pensaban que podrían cogerle por un error en un interrogatorio.

Tres días después de que fuera encontrado el cuerpo de Ida Irga, el Boston Herald publicó un editorial para tranquilizar los ánimos de la ciudad; se titulaba “La histeria no soluciona nada”.


Hablaba de la improbabilidad estadística de convertirse en una víctima del
rresto de un sospechoso
“Estrangulador Loco”, tal y como lo llamaba la prensa sensacionalista.

Decía cosas como:


“Si podemos decir con justicia que la policía está buscando una aguja en un pajar, podemos afirmar con la misma validez que las posibilidades de que una persona determinada se convierta en una víctima del asesino o asesinos, son casi nulas”.


Seis días después ocurrió lo que parecía una burla de las palabras anteriores.

Jane Sullivan

Otra mujer, Jane Sullivan, una enfermera de sesenta y siete años, fue encontrada estrangulada en su departamento, un piso del número 435 de Columbia Road, en Dorchester, en el extremo opuesto de Boston con respecto al último asesinato.

 Se estimó que la muerte tuvo lugar diez días antes, el 20 de agosto, lo cual significa que ella e Ida Irga murieron durante las mismas veinticuatro horas.

La policía duplicó sus esfuerzos. Se creó una fuerza de patrulla táctica formada por cincuenta hombres escogidos, todos ellos entrenados especialmente en karate, rápidos con la pistola y expertos en procedimientos de laboratorio.

En tres unidades principales, patrullarían por la ciudad preparados para hacer frente a cualquier situación que no pudiera ser controlada por los coches de patrulla normales.

A principios de septiembre, el doctor Richard Ford, jefe del departamento de Medicina Legal de la Universidad de Harvard, reunió a agentes de la ley, médicos y psiquiatras del Estado y de la ciudad de Boston, para intentar reconstruir un perfil del asesino.

La Brigada Especial

La posibilidad de que una mujer hubiera cometido los asesinatos fue descartada desde el primer momento por la enorme fuerza que hacía falta para mover a las víctimas. Para la mayoría de los psiquiatras, el retrato mental que iba surgiendo era el de un hombre inclasificable, mediocre, probablemente con un trabajo rutinario de 09:00 a 17:00 horas.

Sophie Clark
Un hombre cuya seguridad residía en el anonimato y que, al menos aparentemente, era tranquilo y bien adaptado. El doctor Ford explicó que lo que él y sus asociados estaban buscando era un denominador común, en “el cómo y cuándo encontraron la muerte estas mujeres, o en algo referente a los lugares en que vivían, o en su modo de vida”.

Pero el siguiente grupo de asesinatos echó por tierra cualquier esperanza de encontrar una pista de la identidad del asesino en los crímenes anteriores.

El primero fue el de Sophie Clark, el 5 de diciembre de 1962.

Aunque fue asesinada de la misma manera que las otras víctimas y su departamento también fue registrado, causaron gran impresión algunas diferencias respecto a los casos anteriores.

Patricia Bisette
Clark era muy joven, tenía sólo veinte años, era mulata y no vivía sola. Otra diferencia con respecto a las otras víctimas, es que ella sí había sido violada.


La muerte de Sophie Clark fue seguida, el 31 de diciembre, por la de Patricia Bisette, una secretaria de veintitrés años, a quien el asesino violó.

El 8 de febrero de 1963 una camarera alemana de veintinueve años, cuyo nombre jamás fue revelado, abrió la puerta de su apartamento de Melrose Street a un hombre que decía tener que arreglar una gotera.

Apartamento de Patricia Bisette
La mujer, que había estado enferma, se encontraba todavía aturdida por los efectos de una píldora para dormir.

Así que lo dejó entrar y se dio la vuelta. El hombre saltó sobre ella, pasó una cuerda alrededor de su cuello y la arrojó al piso. La mujer se defendió mordiéndolo hasta tocar el hueso.

El hombre gritó, alertando a unos trabajadores que arreglaban un tejado cercano y salió corriendo.


Profundamente asustada, la víctima sólo pudo otorgar una descripción aproximada del sospechoso; era la primera víctima que se salvaba de un ataque.

El 6 de mayo de 1963 moría también Beverly Samans, una estudiante de Cambridge de veintitrés años.

Aunque esta última víctima también fue estrangulada, se pensaba que la causa de su muerte habían sido unas puñaladas recibidas en el cuello. Fue violada.


Beverly Samans
La policía estaba completamente desconcertada. El cambio radical en las edades de las víctimas parecía excluir irrevocablemente la primera impresión de los psiquiatras de que se trataba de un “psicópata que odiaba a su madre”.

Parecía que, después de todo, podría ser cierta la hipótesis de que más de una persona estuviera involucrada en los asesinatos. La misión de la policía empezó a parecer más difícil que nunca.

Las protestas populares se intensificaron y la gente exigía una investigación ante la aparente ineptitud de la policía. McNamara, impotente, se limitó a citar estadísticas.

La policía había hecho averiguaciones sobre unos cinco mil maníacos sexuales de Massachusetts, habían analizado a cada interno del centro para el tratamiento de individuos sexualmente peligrosos, habían preguntado a miles de personas y habían interrogado a más de cuatrocientos sospechosos.


Sin embargo, los hechos eran los siguientes: se habían cometido ya ocho estrangulamientos y la fuerza policial, compuesta por cerca de 2,600 hombres trabajando de doce a catorce horas diarias, no había encontrado todavía una sola pista concluyente.

Ninguna mujer en Boston, fuera joven o vieja, viviera sola o acompañada, podía considerarse a salvo.

El cadáver de Evelyn Corbin

Ese mismo año se encontraron dos víctimas estranguladas más: Evelyn Corbin, de cincuenta y ocho años, el 8 de septiembre de 1963. El 22 de noviembre de 1963, el presidente estadounidense John F. Kennedy fue asesinado en Dallas, Texas.

El día siguiente, 23 de noviembre, fue declarado día de luto nacional. El asesino aprovechó para matar a una mujer llamada Joan Graff.

El hecho de que el crimen hubiera sido cometido cuando el país estaba de luto, fue descrito posteriormente por un psiquiatra como “el mayor acto de megalomanía de la historia del crimen contemporáneo”.

Mary Sullivan
El tercer y último estrangulamiento de 1964, iba a motivar un giro el caso.

 La víctima, Mary Sullivan, de diecinueve años de edad, fue la más joven de todas y los detalles de su asesinato los peores, pues había sido violada con un palo de escoba, destrozándole la vagina.

Alrededor del cuello tenía una media y dos bufandas de colores chillones anudadas con un gran lazo bajo la barbilla.

Entre los dedos del pie izquierdo, el asesino había colocado una tarjeta navideña de colores llamativos en la que se leía: “¡Feliz Año Nuevo!”.

El cadáver de Mary Sullivan
La policía encontró también un pequeño fragmento de estaño como los empleados para proteger la película fotográfica.
 Este dato sugería que el estrangulador pudo haber fotografiado la escena para tener un recuerdo de su obra de arte, antes de salir del apartamento de Mary Sullivan.

La sensación de horror que produjo el crimen en los bostonianos fue realmente abrumadora.




 La juventud de la víctima y los atroces detalles de su muerte, que llegaron hasta el público, tocaron una fibra sensible que ninguno de los otros asesinatos llegó a rozar. Era urgente tomar nuevas medidas.

  Fotos de la Casa de Mary



 Dos semanas después, el fiscal general Edward Brooke Jr. declaró que la oficina del fiscal general del Estado de Massachusetts, la más alta institución jurídica del Estado, estaba haciéndose cargo de la investigación de todos los asesinatos cometidos en Boston y sus alrededores.

Nombró su ayudante a John Bottomly para que se encargara de toda la operación.


Como él mismo dijo: “Este es un caso anormal e insólito y requiere procedimientos anormales e insólitos”.

El fiscal Edward Brooke
El asesinato de Anna Slesers suscitó pocos comentarios en una ciudad en la que se cometían unos cincuenta crímenes al año, pero la sensación de miedo fue aumentando a partir del descubrimiento del doble asesinato el 30 de junio de 1962.

Comenzaron a atribuirle poderes sobrenaturales al desconocido asesino.

Era conocido como "El Estrangulador Loco", "El Asesino del Atardecer" o "El Fantasma Estrangulador". Finalmente, su sobrenombre quedó en "El Estrangulador de Boston".


El miedo al estrangulador paralizó, en gran medida, el día a día normal de la ciudad.

Lectores de contadores, investigadores de mercado, gente que realizaba servicios sociales, estudiantes de Harvard que hacían estudios de campo, propagandistas políticos y mensajeros de la Western Union encontraron todas las puertas cerradas.

Coloca latas en la escalera como alarma

Las ventas de Fuller Brushes y de cosméticos Avon, tradicionalmente vendidos de puerta en puerta, disminuyeron drásticamente. Por el contrario, los cerrajeros hicieron buenos negocios.

Cada crimen les proporcionaba mayor demanda de cerrojos, cadenas, mirillas y cierres para las ventanas. Muchas mujeres improvisaron barricadas y, por si éstas eran rebasadas, dormían dejando a los pies de la cama cualquier utensilio que sirviera de arma, como paraguas o bastones de esquí.

Otras tomaron clases de karate y defensa personal.


Aunque el estrangulador siempre mataba a las mujeres en sus casas, el ambiente de terror se extendió a las calles.

Las mujeres eran reacias a salir después del anochecer y, si lo hacían, iban en parejas y armadas con gases lacrimógenos y cuchillos.

Otras se procuraron la protección con perros.

Fue tal la demanda que la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales se encontraba cada mañana con gente haciendo fila en el exterior de sus dependencias para adoptar los perros callejeros que habían recogido el día anterior.

El asesino dio rienda suelta a los confusos terrores de paranoicos y perturbados mentales.
Una mujer que estuvo en contacto con la policía por el tema del estrangulador nombró en sus declaraciones a un joven vecino que, según ella, actuaba de forma sospechosa.


El único consejo que la policía podía dar para hacer frente al pánico, era mantener las puertas cerradas y avisarles en caso de ver a alguien merodeando o comportándose de forma extraña.

Se facilitó un teléfono para emergencias y, acto seguido, la policía recibió multitud de avisos, referidos a vecinos o ex amantes. Todos los avisos fueron comprobados y aunque algunos revelaron conductas extrañas para la puritana sociedad bostoniana, siempre resultaron infructuosos.

Durante el reinado de terror de “El Estrangulador de Boston” se le atribuyeron muchos más asesinatos de los que había cometido.
El cadáver de Daruela Saunders

Los periódicos, concretamente, tendían a describir a cualquier mujer estrangulada como una de sus víctimas.

La señora Israel Goldberg, un ama de casa de Belmont, fue descrita a menudo como una víctima del estrangulador, a pesar de ser arrestado un hombre que estaba reparando averías en su casa el día en que murió.

La muerte en un callejón de Daruela Saunders, una muchacha negra de dieciséis años, provocó protestas masivas contra la ineficacia policial antes de que un joven de la localidad confesara el crimen.

Aunque la policía mantuvo en secreto ciertos detalles sobre los asesinatos, rumores y filtraciones sobre las “marcas personales” de “El Estrangulador de Boston” proporcionaron la información suficiente para que otros asesinos imitaran sus métodos para enmascarar sus crímenes.

Cuando John Bottomly se sentó en su oficina de las dependencias del Estado, en Bacon Hill, examinó la gigantesca misión que tenía ante sí.

Había dejado bien claro durante su nombramiento, que aquello no iba a ser una toma de posesión del caso que estaba ya en manos de la policía, sino una operación coordinada.

Policías con perros entrenados

 No obstante, en la situación con la que se enfrentaba reinaba el caos y la confusión. Durante los dieciocho meses transcurridos desde que comenzaron los crímenes, cinco departamentos de policía y tres fiscales de distrito se vieron involucrados.

La dispersión de los distintos departamentos se convirtió en un grave problema de comunicación.






Además, se sumó a esta confusión el hecho de que los diferentes departamentos de policía habían mantenido en secreto varios detalles de los asesinatos de cara al público y entre ellos mismos para reducir el riesgo de filtraciones o por un sentido de la competencia fuera de lugar.

Era necesario, pensó Bottomly, una sede central donde se analizara toda la información. Todos los datos de la policía de Boston, Cambridge, Lyn, Lawrence y Salem, lugares en que se cometieron los asesinatos, tenían que ser recopilados en un solo lugar y después, analizados en profundidad.

Bottomly actuó rápido. Ordenó hacer copias de todos los informes relacionados con los estrangulamientos en todos los departamentos de policía de los lugares en que se habían cometido los crímenes.

El resultado en total ascendió a la increíble suma de 37,500 páginas. La información fue procesada e introducida en una computadora.

A finales de enero de 1964 surgió el acontecimiento más extraordinario del caso hasta aquel momento.

Unas semanas antes, un hombre de negocios había sugerido a Bottomly que consiguiera la ayuda de Peter Hurkos, un vidente de cincuenta y dos años de edad; él mismo aportaría los recursos económicos.

Peter Hurkos, el vidente

El curioso capítulo que se desarrolló a raíz de aquella sugerencia fue digno de figurar entre las más descabelladas historias de ineptitud policial. El 29 de enero, el vidente Hurkos y Jim Crane, su guardaespaldas, llegaron a Lexington, a treinta kilómetros de Boston.

Al día siguiente, en la pequeña habitación de un motel, el vidente comenzó a componer una imagen de “El Estrangulador de Boston”. Como primera medida, dijo que le gustaría hacerse una idea de las víctimas del asesino. Un detective, Julian Soshnick, le proporcionó un montón de fotografías que colocó agrupadas boca abajo sobre la cama.

Las tocó suavemente y al cabo de unos minutos, su mano se detuvo sobre uno de los montones. “Esta, la de arriba, muestra una mujer muerta. Sus piernas están separadas, la veo”, dijo con su marcado acento holandés. “Compruébelo usted mismo”.
Peter Hurkos, el vidente

Se tumbó en la alfombra y demostró, exactamente, cómo la víctima en cuestión había sido colocada por el estrangulador.

Cuando Soshnick volteó la fotografía, pudo ver a la primera víctima, Anna Slesers, en la misma posición que Hurkos acaba de mostrarle. Ante la mirada incrédula de los presentes, repitió el proceso con las otras víctimas.

El “cerebro radar” del vidente, como a él mismo le gustaba llamarlo, empezó a “generar imágenes del asesino”.

Poco después, estaba describiendo a un hombre delgado, de 1.70 m de estatura y un peso de sesenta a setenta kilogramos. Debía de tener una nariz puntiaguda, una cicatriz en el brazo izquierdo y algo raro en el pulgar.

Entonces, inexplicablemente, surgió un comentario: “Le encantan los zapatos”. Aquella misma noche, Hurkos dibujó, en un mapa de la ciudad, un círculo que abarcaba un área en el suburbio de Newton, en la que se encontraban el Boston College y el seminario de Saint-John, y pudo afirmar que allí era donde había vivido el asesino.

Mientras los asistentes se quedaban boquiabiertos, él gritó: “Veo un cura... No, no es un cura, es un médico de un hospital”. A la mañana siguiente, Hurkos y su séquito fueron a Boston para discutir algunos asuntos con Bottomly.

Cuando el coche pasó por Commonwealth Avenue, por el número 1940 en concreto, el vidente se excitó terriblemente: “¡Terrible, horroroso, algo espantoso ha ocurrido aquí!”, gritó. Allí fue donde Nina Nichols, la tercera víctima, había sido asesinada.

 Aquella noche, mientras dormía, Hurkos habló en voz alta. Lo hizo en portugués, idioma que supuestamente desconocía, e hizo referencia a alguien llamado “Sophie” (Sophie Clark fue la novena víctima, su padre era portugués, dato que el vidente no podía saber).

Después, bruscamente, el médium se dividió en dos voces distintas que empezaron a discutir entre sí. Una de ellas era él mismo con su acento holandés habitual, y la otra, la supuesta personalidad del asesino con un acento bostoniano suave y afeminado.



Una semana antes de llegar Hurkos, un antiguo estudiante del Boston College había dirigido una extraña carta a la escuela de enfermería.

En ella, decía estar interesado en escribir un artículo sobre los allí graduados en 1950. También expresó un profundo interés en conocer enfermeras sugiriendo que “la amistad puede llevar al altar”.

Basándose en las revelaciones de Hurkos, Bottomly ordenó que investigaran al autor de la carta. Se comprobó que había estado en la lista de posibles estranguladores. Tenía un amplio historial de enfermedades mentales, medía 1.70 m de estatura, pesaba sesenta kilogramos y tenía la nariz puntiaguda.

Reconstrucción de un asesinato

Había asistido en una ocasión al seminario de Saint John y trabajaba como vendedor a domicilio de zapatos para mujer.

 En el examen físico que le hicieron, le encontraron cicatrices en el brazo izquierdo y el pulgar deformado. Hurkos estuvo en lo cierto en cada detalle, pero la investigación no llevó a ninguna parte.

El vendedor no sabía nada de los crímenes y no pudo ser relacionado con ninguna de las víctimas.

El vidente, se fue de Boston el 5 de febrero, una semana después de su llegada. Su relación con el caso terminó de un modo tan extraño como había comenzado.


EI 8 de febrero, fue arrestado bajo el cargo de suplantar a un agente del FBI, lo cual fue interpretado por muchos como un intento de la policía de desacreditar al Fiscal General. Mientras tanto, se redoblaron todos los esfuerzos requeridos en la investigación.

La recompensa por “El Estrangulador de Boston” se aumentó de $5,000.00 a $10,000.00 dólares. Además, se reclutaron más miembros para el comité médico psiquiátrico, formado al comenzar el año.





El 29 de abril, aproximadamente cuatro meses después del asesinato de Mary Sullivan, el Comité se reunió con miembros de la policía.

La cuestión más importante que se plantearon era determinar si la persona que estranguló a las primeras víctimas, todas ancianas, era la misma que había matado a las jóvenes.


Abreviando, ¿era un asesino o dos? La idea de la mayoría era que los asesinatos de las ancianas habían sido cometidos por un hombre, y los de las jóvenes por una o más personas que habían intentado que sus crímenes se pareciesen a los anteriores.

Los asesinos de las jóvenes podían encontrarse, en su opinión, entre los amigos de las muertas y podían, también, ser “miembros inestables de la comunidad homosexual”.



Esta hipótesis se basaba en el supuesto de que un asesino homosexual explicaría las degradantes posiciones en que fueron halladas las víctimas; aunque, según otros, tal vez fuera la última burla de un misógino.

Jacqueline Johnson, amiga de Patricia Bisette

 

Por otra parte, gran parte de las víctimas jóvenes habían tenido contacto con homosexuales de alguna forma indirecta. La zona de Back Bay, donde vivían Sophie Clark y Patricia Bisette, y la de Bacon Hill, donde residía Mary Sullivan, eran zonas frecuentadas por homosexuales.

El apartamento de Evelyn Corbin tampoco estaba lejos de allí. A finales de año, la frustración de la policía era inimaginable. Para muchos la caza de “El Estrangulador de Boston” se había convertido en una cruzada personal. Estaban tan ansiosos que no rechazaban ninguna posibilidad. Seguían tenazmente cada posible pista.

En ese ambiente de baja moral, esperanzas defraudadas y pistas falsas que no conducían a ninguna parte, el teniente detective Donovan recibió una llamada telefónica.

F. Lee Bailey
Era el martes 4 de marzo de 1965. La llamada era de F. Lee Bailey, un brillante y joven abogado que acababa de hacerse famoso en la ciudad. Afirma conocer a alguien con información acerca del asesino.


El letrado no podía, de momento, revelar quién era su informador, pero propuso a Donovan que le facilitara algunas preguntas concretas para que comprobaran si el hombre en cuestión estaba diciendo la verdad.

El nombre de aquel sujeto sospechoso era Albert DeSalvo.



En febrero de 1965 tuvo lugar un raro encuentro entre dos internos del Hospital Estatal de Bridgewater.

George Nassar

Uno de ellos era George Nassar, un peligroso criminal de treinta y tres años que estaba en observación, en espera de juicio, por un asesinato particularmente violento.

El otro era Albert DeSalvo. A principios de noviembre de 1964 fue detenido por asaltar sexualmente a varias mujeres de Massachusetts y Connecticut. Hasta ese momento, los ataques eran conocidos como “Los Crímenes del Hombre Verde”, porque DeSalvo vestía siempre ropa de trabajo de ese color.

Enviado a Bridgewater para someterlo a observación, se encontró compartiendo una celda con George Nassar.

Un día, Albert DeSalvo interrumpió sus alardeos sexuales para preguntarle a Nassar algo que le rondaba por la cabeza: “George, ¿qué ocurriría si un tipo fuera encarcelado por robar un banco, si en realidad hubiera robado trece?” Nassar contestó sin darle importancia y DeSalvo se marchó.

George Nassar

 Unos días después, se le acercó otra vez y le dijo: “Creíste que fue una pregunta estúpida, pues verás que no”.

Los detalles exactos de aquella conversación nunca se conocieron, pero fueron suficientes para convencer a Nassar de que su compañero era “El Estrangulador de Boston”.

Motivado por su sospecha y, sin duda alguna, seducido por los $10,000.00 dólares de recompensa, se puso en contacto con su abogado, Lee Bailey.

Aunque éste al principio se mostraba reacio a verse involucrado en el tema, acabó dejando que su cliente lo convenciera de que Albert DeSalvo quería verle y de que concertara una cita con él.

Albert DeSalvo durante su confesión
El 4 de marzo, un tanto escéptico ante aquella situación, el abogado fue a Bridgewater para encontrarse con DeSalvo por primera vez.

El hombre que lo recibió medía alrededor de 1.72 metros, tenía el pelo largo y una nariz afilada y puntiaguda. La voz era clara y aguda y los modales, sinceros y encantadores.

Su apariencia simpática combinada con un aspecto perfectamente olvidable, lo convertía, en opinión de Lee Bailey, en el sospechoso idóneo de los asesinatos.

Lee Bailey

No era difícil comprender cómo se las habría ingeniado este hombre para entrar en los apartamentos de las mujeres y salir, luego, pasando totalmente desapercibido.

En la entrevista grabada que mantuvieron, DeSalvo confesó no sólo los once asesinatos conocidos, sino dos más de los que la policía no sabía nada.

El de Mary Brown, golpeada y apuñalada en su apartamento de Lawrence el 9 de marzo de 1963, y el de una mujer de ochenta años que, aparentemente, murió de un ataque al corazón en sus brazos.

DeSalvo no podía recordar su nombre ni la fecha del asesinato, pero investigaciones posteriores revelaron que se llamaba Mary Mullen, asesinada el 28 de junio de 1962.

El edificio donde vivía Mary Mullen
Con voz serena y actitud flemática, Albert DeSalvo dio detalladas descripciones de los crímenes, incluyendo partes que no habían llegado a la opinión pública.

Fue capaz de afirmar tranquila y correctamente que la puerta de Patricia Bisette abría hacia afuera.

Dibujó bocetos exactos de los trece departamentos en que tuvieron lugar los hechos y habló sobre “el nudo del estrangulador”, indicando que era el nudo que utilizaba siempre para hacer los lazos de colores que adornaban las piezas ortopédicas de la deformada cadera de su hija Judy.

El arresto de Albert DeSalvo


A excepción de una o dos imprecisiones, las descripciones de DeSalvo eran casi perfectas.

Lee Bailey, convencido de haber encontrado al afamado estrangulador, llamó al teniente Donovan y lo invitó a que escuchara la grabación.

Tan pronto como escuchó aquella cinta, Donovan contactó con la oficina del Fiscal General.


Los investigadores se vieron ante un gran dilema: a pesar de la exactitud de los informes del presunto asesino y de su evidente ansiedad por confesar, no había ninguna prueba concreta para condenarle. “El Estrangulador de Boston” no dejó huellas que pudieran compararse con las de Albert DeSalvo y no existía ningún testigo ocular.

La única superviviente de los ataques, la mesera alemana, era incapaz de identificarle y ninguno de los vecinos pudo reconocerlo en las fotografías. Debido a la ausencia total de pruebas, la culpabilidad del confeso asesino debería ser demostrada.

Hasta entonces, sus declaraciones habían sido hechas de un modo puramente informal y nadie podía estar seguro de si estaba diciendo la verdad o no.

Se decidió que DeSalvo debería ser sometido a un interrogatorio formal, que llevaría a cabo Bottomly. Tendría la garantía de que nada de lo que dijera podría ser utilizado contra él en el juicio. Agentes de la policía y detectives de zona comprobarían minuciosamente cada dato.

Si se averiguaba que había dicho la verdad y era declarado competente para someterse a juicio, unos psiquiatras lo examinarían para determinar su estado mental cuando cometió los asesinatos.

En caso de que le encontraran mentalmente capaz de ser juzgado, haría una confesión formal que podría ser utilizada en el juicio, donde suplicaría un veredicto de no culpabilidad con la esperanza de ser confinado en una institución mental.

Pero si durante el juicio era declarado sano, lo que significaría que podrían ejecutarlo, no existiría confesión válida y todos los precedentes tomados en su contra se detendrían.

Tendría su inmunidad asegurada. Ante tantas ventajas, Albert DeSalvo estuvo de acuerdo.

Durante la primavera, verano y otoño de 1965, Albert DeSalvo se encontró con Bottomly semanalmente, en presencia de un tercer individuo como testigo.

Se desahogó contando las historias de sus asesinatos. Estaba, al parecer, deseoso por confesar, con la esperanza de que el hacerla le ayudaría a entenderse a sí mismo.

Se esmeró en relatar cada estrangulamiento al detalle. La mayoría de los asesinatos ocurrieron en fines de semana, explicó, porque “siempre podía salir de casa el sábado, diciéndole a mi esposa que tenía que ir a trabajar”.

Una vez fuera de la casa, DeSalvo describió cómo conducía por las calles sin ningún destino fijo. Iba en su Chevrolet Coupé modelo 1954 color verde, pero lo que él describió como “la urgencia de matar” se apoderaba de él y tenía que actuar.

En sus acciones no existía en absoluto un plan premeditado. Escogía un edificio al azar y llamaba a cualquier timbre en el que figurara el nombre de una mujer.

No tuvo ninguna dificultad en ingeniárselas para entrar en los departamentos, con la excusa de tener que realizar algún trabajo de mantenimiento o de decoración. Tras unos minutos de conversación, lo poseía una irracional e irreprimible urgencia de matar.

Parecía suceder en el momento en que la víctima le daba la espalda. Describió esta sensación con todo detalle en el caso de Nina Nichols: “Al volverse de espaldas y ver su nuca me ponía a tope. Todo hervía dentro de mí.

Antes de que se diera cuenta, había puesto un brazo alrededor de su cuello y... así sucedía siempre”.

Un tema constante en los interrogatorios era la total mistificación de su propia conducta. “No había nada en Anna Slesers que pudiera interesar a ningún hombre... ¿por qué lo hice?”

Cuando le preguntaron por qué había desordenado los departamentos si no pensaba robar nada, no pudo dar una respuesta satisfactoria. “Eso es lo que me gustaría averiguar a mí también”, contestaba.

Estaba igual de confuso ante el porqué había dejado a Ida Irga con los pies metidos en los huecos del respaldo de las sillas. “Simplemente se me ocurrió y lo hice”, dijo a modo de explicación.


En muchas de sus declaraciones DeSalvo se distanciaba completamente de sí mismo, como si estuviera hablando de otra persona.

Claro ejemplo de esto fue el relato de cómo estuvo a punto de asesinar a una joven antes que a Anna Slesers. “Miré al espejo de la habitación y allí estaba yo estrangulando a alguien. Caí de rodillas, me santigüé y recé. ¡Oh, Dios! ¿Qué estoy haciendo? Soy un hombre casado, padre de dos criaturas. ¡Oh, Dios, ayúdame! Era como si no fuera yo... era como si fuera otra persona la que estaba viendo. Me fui de allí asustado”.

Cuando hablaba sobre Patricia Bisette, la única víctima que fue hallada cubierta y sin desnudar, decía: “Ella era tan distinta...

No quería verla así, desnuda. Me habló como a un hombre y me trató como tal, con mucho respeto. Recuerdo que la cubrí mientras todo sucedía”. Unas veces se mostraba profundamente reacio a discutir los crímenes.

Otras estaba totalmente tranquilo e indiferente, como cuando describió lo que hizo tras el asesinato de Joan Craff. “Cené, me lavé, jugué con los niños y vi la televisión”. Al crecer en DeSalvo la confianza en Bottomly, admitió que durante un tiempo había sido un problema. “Esta cosa hirviendo dentro de mí todo el tiempo... sabía que no podía controlarlo”.

Explicó que si había decidido confesar fue porque había leído una declaración del Gobernador Peabody que decía que “El Estrangulador de Boston” no sería ejecutado, sino enviado a una institución psiquiátrica para su tratamiento.

Su extraordinaria declaración finalizó el 29 de septiembre de 1965 y dio origen a un libro: Confesiones del "Estrangulador de Boston".


Las investigaciones policiales habían revelado que había dicho la verdad en todo momento y que conocía detalles que nunca se habían hecho públicos.

En aquel momento les quedaban pocas opciones, aparte de creer que aquel hombre que tenían ante sí, era sin duda alguna, “El Estrangulador de Boston”.

Al inspeccionar sus archivos, las ironías del caso resultaron evidentes.

Tras la gigantesca caza que habían llevado a cabo, el asesino resultó ser alguien que había estado permanentemente en sus archivos, pero pasó desapercibido porque estaba fichado en la categoría de “allanamientos” en lugar de en la de “ofensas sexuales”.

El juicio de Albert DeSalvo
Lee Bailey vio el caso de DeSalvo como un tremendo reto.

No quería verlo libre, pero tampoco en la silla eléctrica; creía que lo mejor para él era internarlo en una institución psiquiátrica, en la que los médicos pudieran analizarle y ayudarle.

En su opinión, un juicio sería la única forma de establecer jurídicamente que Albert DeSalvo era “El Estrangulador de Boston”. Sólo si esto sucedía, el acusado recibiría el análisis y la atención médica adecuada. Sin embargo, se enfrentaba a una dificultad legal.

Los psiquiatras habían declarado que el sujeto en cuestión estaba perturbado cuando cometió los asesinatos, pero según las reglas del nuevo Tribunal Supremo, la acusación no estaba dispuesta a permitir que DeSalvo confesara alegando enajenación mental.


En una brillante pirueta legal, Lee Bailey permitió que DeSalvo fuera juzgado por los crímenes de "El Hombre Verde”. Los psiquiatras podrían entonces testificar a favor de su dolencia.

Todavía podía ser declarado legalmente perturbado sin tener que ser ejecutado. El caso apenas tenía precedentes en la historia jurídica.

La responsabilidad de probar su culpabilidad recaía en la defensa. Como Lee Bailey dijo más tarde: “Nos encontramos ante una situación realmente increíble.

Debemos probar su culpabilidad sin proporcionar al Estado una sola prueba legal. Albert DeSalvo tiene que conseguir librarse de la silla eléctrica”.

DeSalvo siempre declaró que no comprendía por qué había matado, aunque a veces culpaba a su mujer, a su educación y a sí mismo.


Su desconcierto sobre los motivos era un tema constante en las declaraciones. Repetía que quiso testificar para intentar comprender la naturaleza de sus impulsos y poder ser liberado de ellos.

Cuando hablaba de los crímenes solía hacerlo en tercera persona, como si sólo hubiera sido un impotente observador, en lugar del asesino.


Cuando DeSalvo admitió los crímenes, multitud de hipótesis se evaporaron.

Quería profundamente a su madre, aunque sintió que le había fallado al no protegerla de la violencia de su padre, y lejos de ser un solitario era un hombre de familia.

Además, según reconoció él mismo, no era precisamente la suya la biografía de un hombre que asesinara por una lascivia frustrada.


La diferencia de edad de las víctimas, dato que tenía obsesionados a los psiquiatras, era, según el acusado, una mera coincidencia, tan accidental como las otras conexiones que había entre las víctimas: los hospitales y la música clásica.

Había seleccionado a sus víctimas al azar por los nombres que figuraban en los timbres de las puertas.

Albert DeSalvo estaba obsesionado por las mujeres; no por las jóvenes, ancianas o chicas guapas, sino por las mujeres en general.

Bajo todas sus máscaras entraba en los apartamentos con la intención de mantener algún tipo de contacto sexual con ellas. Sólo en quince ocasiones, en un período de menos de dos años, intentó asesinar.

La única vez que falló fue cuando se vio a sí mismo en un espejo y no pudo seguir adelante.

Los asesinatos comenzaron poco tiempo después de que “El Medidor”, como le llamaron, fuera puesto en libertad.



sucedió en la época en que Irmgard lo rechazó sexualmente, y tenía que probarse ante ella una y otra vez. Según su relato sobre los asesinatos, el gatillo se disparaba siempre cuando la víctima, una mujer, le volvía la espalda.

Al hacerlo despertaba en él un sentimiento de odio incontrolable. Aquel odio provenía de sensaciones de rechazo. Se hubiera sorprendido de saber que muchas mujeres albergarían sentimientos de pasión sexual hacia él y se convertirían en sus admiradoras.


En el caso de Beverly Samans, uno de los asesinatos más salvajes, contó que sus constantes súplicas de “¡No lo hagas!” le recordaban la forma en que su esposa lo repudiaba.

Toda su vida había intentado superarse, hacerse mejor. Tanto en la escuela como en el ejército se identificaba a sí mismo con figuras autoritarias.

Se había casado con una mujer de clase social superior, pero fue inútil. Nunca se sintió aceptado. Siempre la había tratado con respeto y ella, decía DeSalvo, “hace que me sienta un don nadie, que sienta complejo de inferioridad”.

En el fondo, la única característica que compartían todas las víctimas, su respetabilidad de clase media, fue lo que les costó la vida.

Desde luego, cuando hablaba de su carrera como “El Medidor”, dejó bien claro que era un hombre mal educado que se las había ingeniado para burlar y timar a jóvenes universitarias, diciendo: “Creen que son mejores que yo.

Todas eran jóvenes universitarias, y yo no tuve nada en mi vida, pero he sido más listo que ellas”.


El 30 de junio de 1966, Albert DeSalvo asistió a una vista preliminar en el juzgado del Condado de Middlesex, al este de Cambridge, para que se dictaminara su competencia para someterse a juicio por los crímenes de “El Hombre Verde”.

Lee Bailey pensaba que el acusado sólo podría recibir la ayuda médica que requería sometiéndose a juicio y consiguiendo un veredicto de no culpabilidad por enajenación mental.

Sin embargo, en este caso, los cargos en cuestión eran asalto a mano armada y atentado contra el pudor. Los estrangulamientos podían ser mencionados implícitamente, pero no tendrían relación directa con el caso.


Tras el testimonio de los psiquiatras, cuyas opiniones sobre la competencia de DeSalvo estaban divididas, el acusado subió al estrado.

Cuando Lee Bailey le preguntó si quería recibir ayuda médica, DeSalvo contestó: “Lo que he pedido siempre es ayuda médica, pero aún no he recibido ninguna”.

Posteriormente, el abogado de la acusación pública y ayudante del Fiscal del Distrito del condado de Middlesex, Donald Con, lo interrogó y recalcó su deseo de decir toda la verdad sobre su pasado sin importarle lo que ocurriera. “Sentía que no podía seguir viviendo conmigo mismo. A mi manera quería liberar todo lo que llevaba dentro.

Decir la verdad. Sean cuales sean las consecuencias, las aceptaré, porque siempre he querido contar la verdad”.


El 10 de julio, el juez que presidía la vista, Horace Cahill, declaró a DeSalvo competente para someterse a juicio.

Al día siguiente fue conducido ante el juez George Ponte en el mismo juzgado donde había suplicado su veredicto de no culpabilidad.

Fue encarcelado sin fianza en Bridgewater en espera del juicio por los crímenes de “El Hombre Verde”. Seis meses después, el 9 de enero de 1967, comenzó el juicio, en el mismo condado. DeSalvo fue acusado de robo a mano armada y atentado contra el pudor. Su alegato era de no culpabilidad en virtud de la enajenación mental.



Como en la vista preliminar, el fiscal era Donald Con.

Los testigos de cargo eran cuatro mujeres que habían sido víctimas de “El Hombre Verde». Sus identidades se guardaron en secreto dada la naturaleza íntima de las pruebas involucradas. Reacias y bastante turbadas por la situación, las mujeres contaron a la sala lo que aquel hombre les había hecho.


Describieron cómo las ató, violó y humilló a punta de navaja.


Los principales peritos de la defensa presentados por Lee Bailey eran dos psiquiatras, el doctor Robert Ros Mezer, de Boston, y James Brusel.

Aunque DeSalvo sólo estaba siendo juzgado por las fechorías de “El Hombre Verde”, era su misión sacar a relucir los estrangulamientos como parte de sus antecedentes psiquiátricos.

Todo el caso de Lee Bailey dependía de los dos diagnósticos de esquizofrenia. En su opinión, cuando se hablara al jurado sobre los estrangulamientos, no dejarían de considerar a DeSalvo como un enfermo mental, aunque estos crímenes no fueran, directamente, parte del juicio.

VICTIMAS
Para resumir el caso, el fiscal describió al acusado como un astuto criminal que fingía síntomas de enfermedad mental con la esperanza de ser recluido en una institución psiquiátrica, de la que le sería fácil salir en unos cuantos años.

En una intervención señaló al jurado y gritó: “¡Es mi deber para con mi esposa, con las de todos ustedes y con cada mujer que pudiera ser víctima de este hombre, tachar su conducta de lo que es: una viciosa conducta de criminal! No dejen que este hombre se burle de ustedes delante de sus narices”.






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MAPA DEL CRIMEN

Las últimas puntualizaciones de la defensa fueron igualmente apasionadas, al hacer una súplica para que el acusado fuera declarado enajenado mental y poder así enviarle a un hospital psiquiátrico y recibir el tratamiento adecuado.

“No sólo por su propio beneficio, sino también para conseguir una mayor comprensión de este tipo de crímenes en el futuro. Este hombre, Albert DeSalvo, es un fenómeno, una oportunidad única para ser estudiada. Nunca hemos tenido tal espécimen en cautividad. Debería ser sujeto de estudio para la Fundación Ford o una institución parecida. Lo que estoy exponiendo con esto no es una defensa, es un imperativo sociológico. Aparte de la moral, la religión, la ética o cualquier otra objeción para la pena de muerte, ejecutar a este hombre es un acto tan desmedido, barbárico e ignorante como lo fue quemar a las brujas de Salem”.


En su alegato final, el juez Cornelius Moynihan explicó al jurado que podían declararle culpable, no culpable o no culpable por enajenación mental.

El juez Moynihan dijo también a los miembros del jurado que debían borrar de su cabeza todas las referencias a los estrangulamientos, diciéndoles: “No se le juzga por homicidio”.


Documento del FBI sobre Albert DeSalvo
 El 18 de enero, el jurado se retiró a deliberar. Estuvieron reunidos durante tres horas y cuarenta y cinco minutos. A las 18:00 horas volvieron con su veredicto: Culpable.

Cuando se leyó el fallo del jurado, el juez consideró cuidadosamente la sentencia.

El abogado explicó que el deseo de DeSalvo era que le encerraran de por vida y que “la sociedad fuera protegida de él”.

Albert DeSalvo, “El Estrangulador de Boston”, fue sentenciado a cadena perpetua y devuelto al Hospital Estatal de Bridgewater en espera de que lo enviaran definitivamente a una prisión de máxima seguridad.






La celda de DeSalvo


Para Lee Bailey, James Brusel y muchos otros interesados en el caso, la decisión fue un tremendo error.

El Hospital Estatal de Bridgewater
A pesar de su nombre, Bridgewater era más una prisión que un hospital, con un inadecuado personal.

Lo que hacía concebir pocas esperanzas de que DeSalvo recibiera la atención psiquiátrica que necesitaba.

Ante este panorama, a Albert DeSalvo decidió escaparse de la cárcel y, asombrosamente, lo consiguió.

No cabía ninguna duda de que su fuga del Hospital Estatal de Bridgewater era un grito de socorro. Había dejado una nota en la celda pidiendo perdón por su fuga y explicando que “se iba porque quiso recibir ayuda y nadie hizo nada por él”.

El psiquiatra James Brusel, por primera vez, estaba convencido de que aquel sujeto estaba diciendo la verdad. En su opinión, DeSalvo estaba “simple y honestamente desconcertado de su propia naturaleza violenta y quería ayuda en la búsqueda de explicaciones.Su fuga era una forma de llamar la atención del público sobre su situación”.

La fuga de Bridgewater
A pesar de la histeria reinante entre la prensa y la opinión pública tras su escape, Albert DeSalvo se entregó treinta y ocho horas después.

Llamó desde una tienda de ropa de la oficina a Lee Bailey, diciendo: “Se acabó. Llévenme de vuelta”. En una improvisada rueda de prensa celebrada tras su arresto, explicó las razones de su fuga. “No molesté a nadie y nunca lo haré.

No quise hacer daño a nadie. Lo hice para reclamar la atención pública sobre el caso de un hombre que tiene una enfermedad mental, contrata un abogado y nadie hace nada para ayudarle”.


DeSalvo bailando en prisión con una anciana durante un festival carcelario


Debido a una trágica y errónea manipulación del caso, Albert DeSalvo fue inmediatamente trasladado del Hospital Estatal de Bridgewater a la prisión de máxima seguridad de Walpole, Massachusetts, de donde no había posibilidad de escapar y donde pasaría el resto de sus días. Allí se dedicó a elaborar joyería, pasando sus días en paz.

 Albert DeSalvo muestra las joyas fabricadas por él


Seis años después, la historia de “El Estrangulador de Boston” acabó tan misteriosamente como había comenzado.

El 25 de noviembre de 1973, Albert DeSalvo fue hallado muerto en su celda de la prisión de Walpole. Había sido apuñalado seis veces en el corazón durante una supuesta reyerta en la prisión. Su asesino nunca fue encontrado. Pocos lamentaron la muerte de DeSalvo.

El asesinato de Albert DeSalvo en la prensa
Sus compañeros de presidio en la prisión de Walpole cerraron filas y se negaron a revelar la identidad del asesino.

Hacía ya mucho tiempo que su mujer había vuelto a Alemania con sus hijos.


Para la mayoría de la gente no estaba mal que “El Estrangulador de Boston”, que nunca había sido juzgado por los asesinatos, no saliera de la celda de la prisión.

Versiones posteriores afirmarían que DeSalvo no había sido realmente el estrangulador, sino que le habían pagado para que culpara de los crímenes, aunque esta hipótesis jamás tuvo fundamentos suficientes.

El funeral de “El Estrangulador de Boston”
Otros acusarían a George Nassar, el compañero de celda a quien DeSalvo se había confiado.

Pero los años en los que DeSalvo “estranguló” la vida social de Boston supusieron un giro decisivo en la historia de los asesinos estadounidenses.

Antes de los años sesenta, los Estados Unidos habían tenido solamente uno o dos asesinos seriales de ese calibre.

Las películas sobre Albert DeSalvo
Sin embargo, su número comenzó a elevarse a seis en los años sesenta, diecisiete en los setenta y veinticinco entre 1980 y 1984. Luego se disparó exponencialmente, hasta rebasar el millar.





Desde este punto de vista, los asesinatos de DeSalvo tomaron un significado claramente sociológico.

Como dijo Lee Bailey en el juicio, “Albert DeSalvo debería ser objeto de una investigación subvencionada”. Desafortunadamente para DeSalvo, el consejo de Bailey no fue escuchado.

Desafortunadamente para los Estados Unidos, él no iba a ser un ejemplar tan raro en los años venideros.

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