En mayo de 1575, se casaron el conde Ferencz Nádasdy y Erzsebet Báthory en el castillo de Varando.
Para la ocasión, Maximiliano II, emperador de Alemania en ese tiempo, tuvo la necesidad (o mejor dicho la obligación) de mandar a la joven novia varios regalos bastante valiosos.
El reciente matrimonio ocupaba uno de los más altos rangos dentro del círculo de la nobleza de Europa central, y su alianza era un triunfo político bastante importante.Para la ocasión, Maximiliano II, emperador de Alemania en ese tiempo, tuvo la necesidad (o mejor dicho la obligación) de mandar a la joven novia varios regalos bastante valiosos.
La familia de Erzsebet era muy ilustre.
Entre ellos había un rey de Polonia, varios príncipes en Transilvania y bastantes integrantes del palacio de Hungría.
Por su parte, Ferencz Nádasdy era heredero de un gran número de señoríos que lo transformarían en uno de los más importantes señores de la región.
Una vez casada, la joven pareja se fue a vivir a Csejthe, uno de los diecisiete castillos que poseía en los Cárpatos.
Ésta siniestra fortaleza, encaramada en lo alto de una montaña rocosa y escarpada, era el lugar ideal que serviría de escenario para los horripilantes crímenes que la joven condesa cometería.
Castillo de Csejthe.
La belleza de Erzsebet era excepcional, pero los genes nunca son del todo benéficos, pues la herencia de taras nerviosas de sus antepasados podría considerarse una importante razón que explicaría la increíble crueldad que la volvió famosa.
Cuando era aún muy joven su sufría de fuertes dolores de cabeza, y al darse cuenta que éstos desaparecían cuando mordía a sus sirvientas, se dedicó regularmente a ese bestial ejercicio, lo que la llevó a adquirir un gusto desmedido por la carne fresca de las jovencitas, una patética afición que jamás la abandonó.
Una vez convertida en señora del palacio, la condesa se dedicó a inventar una serie de pequeños pasatiempos bastante curiosos, asuntos que a Ferencz le parecieron inocentes travesuras.
Entre sus “jueguitos” podemos destacar el hecho de pinchar con agujas a sus jóvenes costureras y mirar como manaba la sangre, o untar con miel el cuerpo desnudo de una sirvienta y exponerla a la mordedura de las hormigas.
Como la vanidad no es cosa de éste siglo sino que viene desde siempre, se puede considerar que el mayor temor de Erzsebet era envejecer, y ésta idea se convirtió rápidamente en una tremenda obsesión para la condesa, la cual poseía unos celos irracionales y odio por las mujeres demasiado jóvenes y frescas que, a su alrededor, podrían ser competencia de su belleza.
Para evitar las arrugas, utilizaba pociones “mágicas” que le preparaban diversas brujas de la región. Incluso se dice que a pesar de haber procreado cuatro hijos, conservó por mucho tiempo una piel jóven y radiante.
En 1604 falleció Ferencz Nádasdy, por lo que la viuda se convirtió en dueña absoluta de los bienes de su difunto esposo, cuestión que le permitió dar rienda suelta a sus peores locuras.
Una viuda temeraria:
Con ayuda de su bufón, el enano Ficzk y unas tres brujas de los alrededores, reclutó a una gran cantidad de sirvientas, y el requisito excluyente para contratarlas era que fueran bellas, jóvenes y con excelente salud.
Fue en la sala de torturas de su castillo en donde comenzaron los suplicios de las inocentes mujeres.
Erzsebet gozaba cuando realizaba sus fechorías, entre las que podemos incluír el azotar a sus víctimas hasta la muerte y quemar con hierros candentes los pechos, las plantas de los pies y las partes más íntimas y sensibles del cuerpo de las jóvenes.
Los crímenes se sucedieron a un ritmo asombroso. De cinco a diez muchachas eran asesinadas cada semana, mientras otras tantas eran reclutadas o raptadas para futuros tormentos.
Las alojaba en las cárceles del castillo en condiciones atormentantes: desnudas (a pesar del intenso frío de la región), y mal alimentadas, obligadas a comer únicamente la carne quemada de otras víctimas.
La ferocidad sanguinaria de Erzsebet parecía no tener límites.
Para cuidar su piel, evitar las arrugas y mantener su belleza, acostumbraba zambullirse en baños de sangre, que era, según decían, un remedio radical contra de la vejez.
En sus aposentos, ordenaba que cortaran las venas y las arterias de un par de jovencitas, a quienes previamente había mandado que les cosieran los labios para no ser perturbada por sus gritos. Hecho esto se hacía derramar la sangre caliente sobre su cuerpo.
Durante los crudos inviernos, otro entretenimiento que le apasionaba era disponer que empaparan con agua a las víctimas para que murieran aprisionadas por el hielo.
Pero la más famosa de sus diversiones era la llamada “Doncella de Hierro” del castillo de Csejthe, que consistía en encerrar a las mujeres en una estatua hueca, provista en el interior de cuchillos muy afilados, lo que hacía que una vez adentro, la víctima se desangrara, al mismo tiempo permitía recoger la sangre aún caliente que usaría la condesa.
Tantos y tantos crímenes, asesinatos y desapariciones no tardaron en pasar inadvertidos. En la corte de Viena, Erzsebet llevaba el apodo de die Blutgräfin (la Condesa sangrienta).
Y entre los habitantes de la región comenzó a fluir el pánico, pues se oponían rotundamente a que sus hijas fueran al castillo.
Por su alto rango, la condesa era prácticamente intocable.
Fue la casualidad la que hizo intervenir a la justicia, y ésto sucedió cuando los lobos desenterraron en los fosos del castillo los cadáveres de cuatro jovencitas torturadas.
La investigación:
El rey Matías se ocupó personalmente del caso y en 1610 fue de improviso, con toda su corte a pasar unos días en Csejthe.
Thurzo, primo de Erzsebet, la acusó públicamente.
La condesa negó impunemente todas las acusaciones que cayeron sobre ella y luego intentó huir, afortunadamente fracasando en el intento.
La investigación descubrió el arsenal de instrumentos de tortura y también libreta en la que anotó los nombres de las 610 víctimas que pasaron por sus manos.
Las tres cómplices de la Condesa, fueron quemadas como brujas, mientras que el enano Ficzk fue decapitado. Pero el alto rango de Erzsebet hizo que el Tribunal Supremo le perdonara la vida.
Fue condenada a ser emparedada en una torre de su castillo, sin la posibilidad de tener contacto con nadie, y recibiendo su alimento como un animal salvaje, a través de un tragaluz.
Los escritos de la época indican que murió tres años después en esa cárcel.
“Sin cruz y sin luz, el 21 de agosto de 1614″.
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